Un ecosistema monumental único, un símbolo de hospitalidad
La presencia de estatuas dedicadas a personalidades extranjeras en La Habana constituye uno de los rasgos más distintivos y elocuentes de su paisaje urbano. Lejos de ser elementos decorativos o concesiones diplomáticas aisladas, forman un corpus deliberado que proyecta una idea precisa de la ciudad: la de un puente cultural activo, un salón de la fama global y un espacio de hospitalidad simbólica.
Estatuas como las de Albert Einstein (frente a la Facultad de Física de la Universidad de La Habana) y John Lennon (en un parque del Vedado) no honran meramente a un científico y a un músico. Einstein representa la veneración por la ciencia y la razón universales, Lennon, una capacidad de diálogo con iconos de la cultura universal.
Distinguen, también en bronce, la diplomacia cultural y afectiva: Las estatuas donadas por otros países son monumentos a la amistad bilateral, pero con una particular calidez. Agustín Lara (donada por Veracruz, México) evoca la profunda hermandad latinoamericana a través del bolero y el sentimiento compartido. El Almirante Pierre Le Moyne D'Iberville (donada por Québec, Canadá) y el samurái Hasekura Tsunenaga (donada por Sendai, Japón) son aún más reveladoras: conmemoran historias de conexión lateral y poco conocidas. D'Iberville murió en La Habana en 1706, y Hasekura fue el primer japonés documentado en pisar suelo cubano en 1614.
La estatua de Ernest Hemingway, acodado en la barra del Floridita, es única. No es el escritor Nobel en un pedestal, es "Papa" en su bar favorito. Captura una relación íntima, casi de vecino ilustre, entre la ciudad y el artista. La Habana no lo reclama como héroe propio, sino como huésped eterno y amigo, domesticando su leyenda universal en un gesto cotidiano.
Al incluir a estas figuras junto a los próceres nacionales, la capital de Cuba expande las fronteras de su propia identidad. El Malecón, custodiado por un Neptuno romano y un militar francés, deja de ser solo un límite geográfico cubano para convertirse en un litoral de la historia universal. El mensaje es que la cubanía es suficientemente segura y rica para incorporar, sin conflicto, referentes ajenos.
El conjunto de estatuas de extranjeros en esta urbe no es una colección accidental. Es un discurso de piedra y bronce sobre la vocación de la ciudad. Demuestra que su hospitalidad no es solo un atributo social, sino una política cultural consciente. La Habana se presenta a sí misma como una intersección de mundos, un foro donde la ciencia, el arte, la exploración y la poesía de otros pueblos encuentran un hogar permanente.
Estas estatuas, al dialogar con las de Martí, Albear o el Caballero de París, crean un ecosistema monumental único donde coexisten lo nacional y lo global, lo heroico y lo artístico, lo fundacional y lo visitante. Son la prueba de que La Habana se entiende no como un fin del camino, sino como un crucero de historias, un lugar donde el mundo viene a quedarse, y donde la ciudad, generosamente, le da un sitio para siempre.