Crónica: Cuba, un recinto de amor y paz en el Caribe
El aire espeso y cálido de La Habana, cargado de salitre y de historia, parecía vibrar con una electricidad distinta las mañanas en que fueron llegando al Aeropuerto Internacional José Martí, de dos en dos, de tres en tres, o en grupos más numerosos, los 120 amigos de 23 naciones, que este año vinieron para dar fe al mundo de que Cuba sigue siendo el punto exacto para confluir quienes aman la paz.
No se conocen entre sí. Comparten, quizás, solo unas palabras de inglés o español fracturado, y una certeza inquebrantable: el amor por esta tierra antillana, por esta Cuba que ellos imaginan, defienden y han cruzado océanos para tocar.
Conforman la Brigada Solidaria “65 Aniversario del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP)” activistas, médicos, sindicalistas, artistas, educadores. En sus maletas, junto a la ropa ligera, cargan sueños, reportajes por escribir, medicamentos donados, y una solidaridad convertida en acción. No llegan como turistas. Llegan como peregrinos a un recinto singular: el “recinto de amor del Caribe”, como lo ha llamado la poesía y la retórica revolucionaria. Un recinto cuyo producto de exportación más polémico y celebrado no es el azúcar ni el ron, sino el amor solidario: médicos en las catástrofes, maestros en la alfabetización, colaboración en los rincones más olvidados del planeta.
Y ahora, el mundo le devuelve, en esta pequeña pero significativa delegación, un eco de ese afecto. La primera imagen es poderosa: al reconocer la insignia del ICAP, los desconocidos se miran, asienten, y se funden en un abrazo. No son besos en la mejilla de protocolo. Son abrazos firmes, de esos que sostienen, que dicen “hemos llegado, estamos aquí, por la misma razón”. El amor a Cuba, un sentimiento abstracto y a menudo cuestionado fuera de aquí, se materializa en la piel sudorosa, en la mochila cargada de ilusiones, en la mirada cómplice.
Para muchos, Cuba ha sido hasta ahora un concepto, una bandera en una asamblea, una noticia que defender en redes sociales contra el bloqueo omnipresente. Ahora es un olor, un color, un sonido. Es el “recinto” que deja de ser metáfora para ser calle, plaza, gente.
El programa de la brigada es un recorrido por la anatomía de ese amor que Cuba dice profesar y que estos brigadistas admiran: visitarán policlínicos, escuelas, cooperativas agrícolas. Conocerán de primera mano la obra social, pero también las carencias, el “parto doloroso” de la cotidianidad isleña. No llegan con una visión ingenua, muchos son luchadores sociales curtidos en sus propias realidades. Llegan a solidarizarse, sí, pero también a beber de la fuente de una resistencia que para ellos es épica.
En el primer encuentro, en el propio ICAP, la sala es un mapa humano del afecto. Habla una joven de Sudáfrica, heredera de la lucha anti apartheid, que recuerda cómo Cuba estuvo allí, en Cuito Cuanavale, cambiando el curso de la historia de su continente. Toma la palabra un nicaragüense que evoca a los maestros cubanos que alfabetizaron en las montañas de su país. Un griego denuncia el bloqueo con la vehemencia de quien conoce la asfixia económica. El amor del que hablan no es romántico, es político, fraterno, construido en las trincheras compartidas de la lucha por un mundo distinto.
Cuba, la anfitriona, los recibe con una mezcla de orgullo y de esa familiaridad con que se trata a los hermanos. Hay música, por supuesto. Una guitarra y unas voces entonan “Cuba, qué linda es Cuba”, y los 120, que ya no son desconocidos, cantan en un español aprendido a la carrera, con acentos diversos que se funden en una misma melodía. Es el coro del “recinto de amor”, amplificado por voces venidas de lejos.
En los días siguientes, el vínculo se fortalece. Comparten no solo los actos oficiales, sino la conversación en un parque, la frustración ante una avería, la admiración por la inventiva del cubano. El amor a Cuba se humaniza: ya no es solo hacia la Revolución, sino hacia la abuela que les cuenta anécdotas en un portal, hacia el niño que les pregunta de qué país vienen, hacia el obrero que les explica con paciencia su trabajo.
La crónica de esta brigada es, en esencia, la crónica de un reencuentro. Pero un reencuentro de almas que nunca antes se habían visto. Es la prueba tangible de que el “amor al mundo” que Cuba ha proclamado y ejercido con su solidaridad genera un amor de vuelta. Un amor que se organiza, que viaja, que se llama brigada solidaria.
Ellos, los 120 de 23 países, son la personificación de ese círculo afectivo. Son el mundo abrazando a la isla que se atrevió a abrazarlo primero, incluso en medio de sus propias dificultades. Cuando partan, llevarán en sus ojos no la Cuba perfecta, sino la Cuba real, amada y defendida. Y la isla, este recinto a veces sitiado, pero siempre abierto, se quedará con la certeza renovada de que no está sola. Que su amor, ese que da al mundo, ha echado raíces en los cinco continentes y vuelve, cada tanto, en forma de abrazo, para recordar que el afecto más fuerte es aquel que se entrega sin pedir nada a cambio, y que, sin embargo, siempre regresa multiplicado.