El amanecer húmedo y calmo en los cañaverales de Alegría de Pío engañaba. Ocultos entre la espesura, 82 hombres exhaustos los sobrevivientes de la accidentada travesía del yate Granma intentaban recuperar fuerzas antes de internarse en la Sierra Maestra. Lo que siguió, pocas horas después, no fue un combate, sino una carnicería.

A eso de las cuatro de la tarde, el silencio estalló en una emboscada perfecta del ejército de Batista. Ráfagas de ametralladora y disparos coordinados convirtieron el refugio en una trampa mortal. El aire se saturó de pólvora, tierra y sangre. La sorpresa fue total; la confusión, absoluta.

En la vorágine, cada hombre luchó por su vida. Algunos cayeron allí mismo. Otros, desorientados y separados, fueron cazados en la persecución implacable que siguió. Herido, el Che Guevara logró huir. La leyenda atribuye en ese caos una frase que definiría el espíritu de resistencia: ante un grito de “¡Ríndanse!”, la voz de Juan Almeida retumbó: “¡Aquí no se rinde nadie!”.

Alegría de Pío fue un revés táctico devastador, pero no el fin. De la dispersión, pequeños grupos comandados por Fidel Castro, Raúl Castro y Juan Almeida comenzaron a reagruparse, tomando rumbo a las montañas. La lección, aprendida a un precio atroz, fue invaluable: la supervivencia dependía de la movilidad, el conocimiento del terreno y el vínculo con la población.

Aquel violento acto marcó el verdadero inicio de la guerrilla. De un puñado de sobrevivientes nacería, forjado en la adversidad, el núcleo del Ejército Rebelde. La semilla de la revolución, regada con sangre en un cañaveral de Niquero, había encontrado su tierra fértil: la imponente Sierra Maestra.

Fuente: Periódico Digital Granma